Clavos


Era el truco más importante de su vida, con el que quería vencer a su padre el destino y su madre la desgracia, según los cuales nada le había salido ni le saldría bien en la vida. Intentó lo más complicado, varios trucos a la vez, haciendo la extraña cuenta de que juntando mañas en las que era mediocre podía sumarlas para hacer un éxito.

De pie sobre su cama de pinchos, las manos ocupadas en malabares con antorchas y un puñal tragado hasta media garganta pero al faquir lo que le sentaron mal fueron los clavos. Dos cajas se había tragado. El público contenía el aliento con los dedos y los dientes agarrotados, tan ilusionados con el éxito como expectantes por el fracaso.

Al faquir no le sentaron bien los clavos, decía. De hecho, mal, muy mal. Lo primero que el público notó fueron unos espasmos abdominales. La desnudez del disfraz, taparrabos blanco y turbante azul, dejaba ver al estómago culebrear hacia arriba. Al llegar la contorsión aquella hasta la garganta, en las filas más cercanas sintieron dolor por empatía. Chillaron al verle doblar repentinamente el cuerpo y abrir la boca, angustiado, boqueando, exhalando un aliento oxidado. Primero vomitó el cuchillo, que llegó a clavarse sin víctimas en algún asiento de los pocos desocupados. Luego, puñado a puñado, fue expulsando las puntas, amarillas de bilis y enredadas en hilachos de sangre.

Con el estómago ya vacío acertó a hacer una pausa de dos bocanadas para después seguir arrojando. Salió a continuación por la boca cada truco fallido del pasado: unas varas que no se habían encendido, unos talones perforados en la cama de hierros, todo el combustible que alguna vez le había abrasado la garganta. Se vació el faquir de quince años de abucheos, cientos de horas de entrenamiento perdidas, los malos consejos del maestro, el día que se cambió el nombre artístico de “Gran Rodolfo” a “Nasrudín”.

De rodillas en el proscenio se sentía ahogar por un quimo grueso atravesado. Miraba en busca de auxilio, aire, Heimlich. El público que en su mayoría se había levantado y marchaba horrorizado. Con una nueva arcada salió de golpe, haciendo chirriar la mandíbula, el momento exacto en que su mujer le pidió el divorcio “para no acabar viuda de un chapucero.”

Derribado, quieto y apenas consciente, de sus tripas siguieron saliendo días nefastos, oportunidades perdidas, mentiras descubiertas que salpicaban de vergüenza las sillas de la primera fila. El faquir solo quería terminar de vaciarse y olvidarse de todo. Sacarse, ya que estaba en ello, hasta el primero de los recuerdos. Que se tragase la tierra todo aquello y a la vista solo quedase su carcasa vacía, sin fuerzas, impotente para redimirse y esperando a alguien que la rellenase.

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